Crónica del Inframundo

He aquí que soñé con un lugar sombrío. Una playa rocosa, cuyo horizonte era un mar picado y, más allá, densos nubarrones. Como oculto por una niebla eterna, los perfiles del terreno se difuminaban a cada paso y sólo la agudeza de las piedras recordaba al visitante en dónde se hallaba. Absorto en la contemplación, trataba de comprender aquél lugar extraño. Frío, ventisca, soledad y nada. Un espectro altísimo se aproximó en una barca y yo me quedé pasmado, admirando la imponente estatura de ese ser inimaginable. Sus ropas eran lienzos rasgados, uno sobre otro, como los de un paria o un leproso, sólo por su anatomía podían atribuírsele características humanas. Los brazos, de una extensión enorme, sostenían un remo a manera de cayado. Caminó un par de pasos en dirección mía y señaló a la barca, dejada a la deriva sobre las olas inquietas.

En un instante, me hallé en el navío endeble. Una mezcla de zozobra y emoción me tenía con los nervios tensos y la mirada divagante, hurgando afanosamente los detalles de todos lados. Aquél debía ser Caronte y estábamos navegando el Estigia, frontera del inframundo, borde entre los vivos y los muertos. Pensé entonces en la posibilidad de haber fallecido por una muerte repentina. ¿Qué sería de mis seres queridos?, ¿Qué sería de mis restos y mis escasas pertenencias?

Estaba en estas meditaciones cuando algo llamó mi atención por debajo de las aguas. Seres del color de la tierra se asomaban con expresiones de asombro hacia la barca. Figuras de líneas gruesas, cuyos rostros parecían tallados en piedra. Un ser barbado y de ojos muy abiertos nos miraba, flotando en el volúmen gris acuoso del Estigia. Caronte, indolentemente, arrojó una especie de máscara muy parecida a las facciones de esas criaturas y aquéllas se arremolinaron en torno a ésta. Una figura como de mujer le abrazó, intuí entonces que no era una máscara, sino un alma devuelta a los de su especie. Y después del abrazo, vino un acto como de canibalismo. Primero la mujer, luego los demás, todos tomaron un poco del alma y la apuraron en un bocado, tragándolo como una migaja. Ése era el rito de los seres del agua para el bien morir de los suyos.

Cuando descendí de la barca de Caronte, volví a repasar aquellas imágenes insólitas con el alma estremecida. Ésta crónica es testimonio de que sobreviví a ello.

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